Una inscripción del último epicúreo que completa lo que sabemos de la filosofía epicúrea, una invitación a la felicidad terrestre y a la amistad y el hedonismo. ¿Quién fue ese Diógenes que, a mediados del siglo II d.C. tuvo la pintoresca idea de hacer construir un muro enorme de piedra —con sus noventa metros de largo y cuatro o cinco de alto— en la plaza de su ciudad natal, para inscribir en él un resumen de la doctrina de Epicuro? El gran muro sería destruido algunos decenios después de su construcción y el intento de su promotor, este Diógenes, viejo epicúreo de ánimo jovial, ciudadano de Enoanda, quedó así frustrado y pronto olvidado. Recuperado en gran parte en el siglo xix, García Gual realiza en este libro la primera traducción de estos textos al castellano; una obra que es una llamada a la felicidad fácil y serena en esta vida, terrestre y limitada, que producida ya en tiempos convulsos, no muy diferentes a los nuestros, posee una bella y suave melancolía.