«En 2003, bajo una presión creciente, y porque me sentía cada vez menos adaptado a la atmósfera confinada de esas salas donde todo es artificio, perdí mi voz y mi alegría de vivir. Lo que parecía una catástrofe –el final de mi carrera al más alto nivel– acabó permitiendo que me encontrara conmigo mismo reencontrándote a ti, árbol. Al borde de mis fuerzas físicas, psicológicas y financieras, fui a visitar el paraje natural de un jefe amerindio en Quebec, último recurso para mí en aquella época. Esta estancia, que debía durar unos días, se convirtió en cuatro meses de pura iniciación.
El jefe me ayudó a regresar a lo esencial. Es decir, a la esencia de las cosas. Las primeras palabras que este hombre me dijo cuando llegué fueron: “Observa la naturaleza, los árboles; todas las enseñanzas están ahí”. Gracias a él, gracias a una perra medio loba y gracias a los árboles de Quebec, aprendí a estar vivo otra vez».