«Ya no soy una mujer casada, sino una esclava. Mis amos van sentados delante en el vehículo que me lleva hacia una vida de reclusa.»
Yinan hacía tiempo que sabía que un día u otro se vería obligada a salir huyendo con lo puesto. La sensación de peligro inminente por la cercanía de los combatientes del Estado Islámico planeaba sobre su aldea desde los primeros días del verano de 2014 y, con ella, la horrible premonición de que algo estaba a punto de desaparecer. Y ese algo era su mundo, el de los yazidíes, un pueblo instalado al pie de los montes Sinyar, en el norte de Irak, seguidores de una religión preislámica y, a ojos de los yihadistas del Dáesh, por tanto, infieles.
Huyeron, pero no llegaron muy lejos. Yinan, con solo dieciocho años, es apresada, igual que su cuñada, Amina, de apenas doce. Lo que vino a continuación fueron tres meses de infierno. Vendida a dos combatientes —un policía y un imán—, Yinan compartió cautiverio con otras cinco mujeres. Que por suerte no tardaron en aliarse para tratar de escapar del único destino que, según los yihadistas, merecen las mujeres infieles: la esclavitud.