Lo que atrae de la Primera Guerra Mundial es, entre otras cuestiones, la forma en que destruyó, para siempre, una Europa segura de sí misma y luminosa de húsares y dragones con cascos con plumas y de emperadores que saludaban desde carruajes descubiertos tirados por caballos. Dos imperios, el austrohúngaro y el otomano, desaparecieron por completo bajo la presión de la interminable matanza; el káiser alemán se quedó sin trono, y el zar de Rusia y toda su fotogénica familia, con su hijo ataviado de marinero y sus hijas con vestidos blancos, perdieron la vida. Incluso los vencedores fueron perdedores: en Gran Bretaña y Francia se contabilizaron, en conjunto, más de dos millones de muertos y ambas potencias terminaron la guerra fuertemente endeudadas. Este formidable y documentado trabajo de Adam Hochschild es una poderosa evocación del terror de la Primera Guerra Mundial y sus terribles consecuencias para la vida cotidiana de las personas que la padecieron. «Durante más de tres años los ejércitos del frente occidental estuvieron prácticamente paralizados en el mismo lugar, enterrados en trincheras con refugios situados a veces a 12 metros bajo tierra, de las que salían periódicamente para librar terribles batallas en las que ganaban, en el mejor de los casos, unos pocos kilómetros de un yermo embarrado y repleto de cráteres de los proyectiles. La capacidad destructora de aquellas batallas sigue pareciendo increíble.» Adam Hochschild