La madre de Sho está dispuesta a todo con tal de recuperar a Sho. Ni los más descabellados ruegos de su hijo, con quien está convencida de poder comunicarse salvando el espacio y el tiempo, ni la resignación ovejuna de las madres de los demás alumnos desaparecidos podrán apartarla un solo milímetro de la fe inquebrantable en la consecución de su propósito. Mientras tanto, en el desértico futuro, continúa el siniestro baile con la muerte: contagiado por la peste y suplicando desesperado la estreptomicina que los liberaría del yugo mortal de la enfermedad, Sho está condenado a entregarse sin remedio a la rocambolesca lógica que parece conectar el pasado civilizado y el futuro sin rastro de vida. El peligro que acecha sin tregua a los alumnos no concederá siquiera un resquicio de ternura que pudiera aliviar, aunque sea por unos leves instantes, la tensión criminal que los consume a marchas forzadas. Pero habrán de luchar. Deberán pelear contra los elementos y contra sí mismos por cada segundo que pretendan seguir con vida y para mantener vivos los rescoldos de la ya maltrecha esperanza.