Uno de los proyectos más osados y geniales de todos los tiempos consistió en transformar la mente humana en un organismo artificial infinito haciendo de él un teatro poblado de palabras, imágenes e ideas posibles, una enciclopedia de todos los saberes, una biblioteca capaz de producir mediante una combinatoria relaciones ordenadas y visibles entre aquellas ideas, aquellas imágenes y aquellas palabras. Así, en los primeros años del Cinquecento, en la civilización de un Américo Vespúcio, Copérnico, Ariosto, Miguel Ángel, Erasmo de Róterdam e Ignacio de Loyola, un humanista italiano, amigo de poetas y de médicos, de pintores y de monarcas, Giulio Camillo, soñaba con mutar la propia mente y la de cualquier ser humano en un edificio interior, en una estupenda máquina de memoria y creatividad, capaz de realizar una metamorfosis de sí mismo y del mundo por medio de la concentración, el ejercicio espiritual y el dominio de la abisal red de la Sabiduría.
A principios del siglo XX, estudiando también las obras de Camillo, Aby Warburg, historiador del arte, formidable erudito y antropólogo, inventó una extraordinaria “ciencia sin nombre”, que hoy se ha convertido en un método de investigación acerca de las relaciones de imágenes y textos. Warburg buscaba en los textos e imágenes de cualquier época las huellas dinámicas (dinamogramas) del imaginario, según un modelo no muy distante del de Jung, reconociendo en cada gesto cultural un síntoma colectivo, revivido por los individuos.