Todo hombre tiene derecho a ser infeliz, y quizá tenga incluso el deber. La esperanza (por ejemplo, del que añora ser feliz) es nociva, y la humanidad se habría ahorrado muchos problemas si no fuese adicta a este engañoso narcótico.
¿Hitler? El mayor optimista del siglo xx: un soñador, un romántico. Después de todo, nada más esperanzado que la idea de una solución, encima final. ¿Mao, Stalin, Pol Pot? Tres cuartos de lo mismo.
Así podrían resumirse las enseñanzas del Profesor Jove, terapeuta sui generis al que Solomon Kugel acude porque, paradójicamente, sueña con una vida mejor.
Víctima de la esperanza, Kugel no solo es padre, sino que ha decidido llevarse a su familia a una casa rural en Stockton, Estados Unidos,
un poblado donde nunca ha pasado nada, del que no ha salido nadie famoso? excepto un pirómano muy activo en los últimos tiempos.
Kugel quiere empezar una vida nueva, quitarse de encima el peso de la historia; la suya, personal y familiar, y la de su pueblo. Porque ambas historias parecen una y la misma. Su madre solo ha estado en un campo de concentración durante una visita turística, pero se comporta como si fuera Ana Frank.
Hasta que un olor fétido y unos ruiditos llevan a Kugel a descubrir a una mujer que lleva treinta o cuarenta años escondida en el desván (se trata, al fin y al cabo, de una casa antigua). Y que dice ser, ella sí, Ana Frank.