Estamos en el año 1996 y encima de la mesa de trabajo descansa el dossier sobre las negociaciones acerca de Internet. Están en juego cuestiones de enorme trascendencia económica y política como la propia definición de Internet o la delimitación de conceptos como servidor u operador. Se trata de legislar el control y la seguridad del territorio que el mercado electrónico va a suponer en un futuro muy cercano. Las presiones de los negociadores norteamericanos se hacen cada vez más patentes.
Esta historia trata de lo mismo que trataba Alicia en el país de las Maravillas: de quién es en realidad el verdadero dueño de las palabras. Porque detrás de cada definición hay una expectativa económica diferente. Quizá algún escritor narcisista (¿pero hay alguno que no lo sea?) se crea que es él quien da vida a las palabras. Y no: la aquiescencia semántica es, como casi todo, cosa del poder, de las CIAS económicas y del espionaje incruento pero gramatical. Porque esta es una historia de contrabandistas. De afectos, señuelos y trampas para tergiversar deseos y significados.
Una novela de desamor y espías, escrita, como El tercer hombre de Orson Welles, en blanco y negro. Palabras que cruzan fronteras sin pagar derechos de aduana.