La conocida novela de Somerset Maugham se abría con un proverbio de Upanishad Kathara: «Arduo hallarás andar por el agudo filo de la navaja; / y penoso es, dicen los sabios, el camino de la salvación». Arduo es, podríamos decir sin ser sabios, el camino de la literatura, cuando se discurre siempre por el agudo filo de la navaja.
Como Quevedo, Gracián intentó exprimir todo el jugo al idioma, aunque no necesariamente en la misma dirección. Barría fárrago y hojarasca en beneficio de la brevedad; extraía la quinta y hasta la sexta esencia de las palabras acudiendo a la etimología, a la recreación, al arte de la agudeza, apoyado con frecuencia en juegos de palabras, dobleces de sentido, retruécanos y equívocos. Pero desde Erasmo, aun pasado por Pérez de Chinchón, sabíamos que «no hay, en verdad, entre los hombres cosa más empecible que la lengua, ni cosa más saludable usando de ella como conviene».
Y Gracián, que se perdía por una agudeza bien colocada, se movió continuamente en el filo de la navaja. Tengo para mí que buena parte de la disparatada predicación que atacó sin piedad el P. Isla en su ?Fray Gerundio? hunde sus raíces en esta orfebrería de la lengua, que es preciso manejar con sumo cuidado para no cortarse. Y así, cuando Gracián alaba aquellos versos de Girón, «agudísimo poeta valenciano», al llegar a la negación de san Pedro: «¿No había de cantar el gallo / viendo tan grande gallina?», ganas nos dan de pensar, como don Quijote de Sancho, que «todas o las más veces que quería hablar de oposición y a lo cortesano, acababa su razón con despeñarse del monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia». Gracián, desde luego, siempre se libró y supo mantenerse en el difícil equilibrio de los agudos filos de su lengua. Pero, como de nuestros imitadores son nuestros defectos, los ignorantes predicadores que intentaron emular sus agudezas cayeron indefectiblemente «de la alta cumbre de su locura hasta el profundo abismo de su simplicidad».