El 31 de diciembre de 1896, en el contexto de la guerra hispano-norteamericana por la independencia de Cuba, el remolcador Commodore zarpa del puerto de Jacksonville con dirección a Cienfuegos. Viajan una treintena de hombres con un cargamento de cinco toneladas de armas y municiones para los rebeldes cubanos (rifles, machetes, cartuchos y más de mil kilos de dinamita).
Entre la tripulación se halla el escritor y periodista Stephen Crane. Tiene 31 años y ha acordado con el capitán Murphy ocultar su identidad enrolado como marinero, ya que viaja a la isla para trabajar como reportero en el que será su primer contacto con la guerra real.
El remolcador se abre paso entre la niebla, tras recorrer dos millas del río San Juan encalla en el fango y se daña. Reparan el casco, vuelven a la travesía; pero al día siguiente, a consecuencia de una vía de agua en la sala de calderas, el barco se detiene. En la madrugada del 2 de enero abandonan la nave, que naufragará al amanecer. Crane y otros tres compañeros comparten un minúsculo bote, que pasará casi dos días a merced de las olas frente a las costas de Florida, antes de que puedan intentar alcanzar la orilla a nado.
Este momento crítico de su vida, Crane lo transforma en una magistral narración en que recrea la experiencia límite de unos hombres, uno de ellos malherido, que luchan por sobrevivir ante la indiferencia del océano. Antecedente imprescindible de los relatos de Golding o García Márquez, el autor emplea un pincel impresionista y una sutil ironía, y así nos ofrece una reflexión profunda sobre las circunstancias que obligan a la amistad entre los hombres, y sobre la soledad del ser humano cuando aparece la muerte como ineludible horizonte.