Deán de San Patricio, en Dublín, Jonathan Swift (1667-1745) publicó esta cuádruple fábula en 1726. Desde entonces, sobretodo merced al universal éxito en el ámbito de la literatura infantil de su primera parte, y más concretamente del viaje a Liliput (sólo una fracción de las aventuras y países que inventara este libro), se ha convertido en un clásico de amplísima circulación y en título imprescindible de la sátira social y política, género que también Swift puso en práctica, magistralmente, en obras como Historia de una bañera (1704) o Modesta propuesta para impedir que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres (1729). Típico en él, el autor pone aquí en boca de otros (el libro se publicó anónimamente) opiniones propias y ajenas (los desvaríos y actitudes que tan aceradamente ridiculiza: intrigas palaciegas, degeneración de las costumbres, la hipocresía?). Pronto vemos que bajo la capa de lo divertido laten más graves acentos, tanto más sombríos conforme avanza la acción.
No se puede entender esta obra sin el precedente de crónicas de viajeros y descubridores, en época en que Inglaterra era due-ña de los mares. Pero como ha señalado Paul Muldoon, Los viajes de Gulliver ha de ser leído, también, a la luz de las antiguas narraciones irlandesas conocidas como immrama, esos relatos de navegaciones extraordinarias de los que El viaje de Bran (Brendan o nuestro San Barandán) o La travesía de Máel Dúin (que adaptara Tennyson) son exponentes.
En otras ediciones, la censura o una pudorosa mano eliminaron los episodios más escatológicos de la trama. Esta nueva traducción de Antonio Rivero Taravillo mantiene, en estilo y espíritu, la gracia, el candor y la picardía del original.