Nadie le dijo a la teniente Kitty McCulley que eso era lo que tenía que hacer una enfermera. Nadie le dijo que a Vietnam no iba a curar pacientes, sino a contemplar, impotente, su dolor. Que no estaba allí para aliviar el sufrimiento ajeno, sino para convertirse en objeto del desprecio de sus congéneres, y de su lujuria. Que no salvaría las vidas de las víctimas, sino que los propios médicos la abofetearían con su indiferencia. Nadie se lo dijo. Aunque no habría cambiado nada.
Cuando uno de sus pacientes, un hombre santo venerado por los vietnamitas, le entrega a Kitty un amuleto con unos supuestos poderes inexplicables, su mundo cambia para siempre.