Cuando este libro arranca, el devoto pastor cristiano Peter Leigh está a punto de soltar la mano de su mujer, Bea (que lo rescató de una existencia errática de drogas y alcohol), y embarcarse en un reto evangelizador a la altura del siglo XXI. El destino que le aguarda, Oasis, no está en esta Tierra: para llegar hasta él tiene que subirse a una nave y dar el Salto. Uno que le lleva a un lugar donde el aire se siente incluso cuando está quieto, donde todos los alimentos salen de una sola raíz y donde el día y la noche no son como los que conocemos. Un lugar que se reparten unos nativos bondadosos y henchidos de fe y unos colonizadores perfectamente entrenados que, en el ejercicio de sus labores, han aprendido a dejar todo aquello que los hace débiles –humanos– atrás. Poco a poco, Peter aprende a comunicarse con los oasianos; les lee la Biblia (el Libro de las cosas nunca vistas) y construye una iglesia con ellos. Y, a medida que descubre que su misión es más sencilla de lo que preveía, los problemas empiezan a surgir de rincones inesperados; en la base no todo el mundo es tan impasible, y los correos de su esposa Bea hablan de una Tierra que va de mal en peor: se hunde, azotada por desastres naturales, carestía y conflictividad social, y Bea se hunde con ella. Y cuando Peter, abstraído, no logra darle el consuelo que necesita, el matrimonio tendrá que enfrentarse a una brecha que se abre hasta alcanzar años luz. Con una ambición tan vasta como el espacio en el que ambienta su relato, Michel Faber vuelve a la larga distancia de su obra mayor Pétalo carmesí, flor blanca para enhebrar una reflexión acerca de nosotros mismos, de los demás y del modo en que nos acercamos y alejamos de ellos; de la identidad, la alteridad, la empatía y sus retos; de amor a la fe, y de fe en el amor. Sensible, adictiva y alérgica a las respuestas fáciles; intrigante, magnética y multiforme, El Libro de las cosas nunca vistas aborda con sabiduría y compasión algunas que, por verlas todos los días, nos quedan bien cerca, y así sentimos su lectura: como algo que nos atañe y nos apela, de una vibrante humanidad.