Estamos en la década del desarrollismo franquista, de la celebración de los XXV Años de Paz, aquella gran campaña propagandística del régimen con la que este se propuso un cambio de fachada para su legitimación. Son unos años en los que los cambios económicos y el restablecimiento de relaciones con el exterior han propiciado unas dosis de bienestar material en la población, pero persiste el inmovilismo en materia social y política.
Algo de todo esto llega al pequeño mundo provinciano en el que transcurre la novela. A la ciudad llega un francés, Viollet-le-Duc, que se gana la vida tirándose en paracaídas de la casa más alta y escalando la torre de la catedral, acontecimientos que rompen la monotonía de la vida ciudadana. Pero este francés se convierte en un elemento francamente molesto cuando se queda en la ciudad y comienza a relacionarse con personajes de escasa consideración social, a visitar en su casa a la hermosísima hija del presidente de la Diputación para interesarse por su estado tras el accidente que él involuntariamente le causó con su salto en paracaídas, y se atreve a discutir, en su condición de filólogo, la autoría del poema culmen de la mística española del abad David, gloria local.