No tenemos la certeza de que a mediados del siglo xiv viviera ningún «Juan Ruiz, arcipreste de Hita», ni menos de que, si hubo un individuo histórico con ese nombre y ese cargo, escribiera ningún Libro de buen amor. El personaje que dice «yo» a lo largo de la obra se llama unas veces Juan Ruiz y otras don Melón; unas veces va disfrazado de elegante poeta de amor y otras de coplero zafio; ahora de riguroso cristiano y en seguida de pecador sin remedio, y después de hombre de mundo, de mendigo, de rufián… Ese baile de máscaras, esa mojiganga de carnaval, discurre tanto por las calles de la ciudad, atestadas de tipos y sucesos, como por la fría soledad de la sierra, danza entre figuras alegóricas igual que con monjas y juglarescas, ricashembras y moras. Las voces que construyen la narración, con una eficacia y una frescura irrepetibles, se ajustan en unos casos a los tonos de la lírica, en otros son eco del más vivo lenguaje popular, del sermón empingorotado, de la pedantería de las escuelas… Si en verdad el Libro de buen amor fue compuesto por un «Juan Ruiz, arcipreste de Hita», habremos de pensar que tuvo más vidas que pellejos.