Plantear la existencia de «identidades complejas» en las sociedades de la modernidad tardía, que son multidimensionales, multiculturales, multiétnicas y multirreligiosas, no es una cuestión ideológica, sino que responde a una exigencia de la realidad impuesta por la globalización y las migraciones masivas. La mezcolanza, la hibridación y el mestizaje se han convertido en los mecanismos habituales que componen el ambiente de las ciudades y de las naciones en el ámbito de la cultura globalizada. Las sociedades complejas favorecen la posibilidad de que cada uno de los ciudadanos modele su identidad y determine sus roles, sus funciones y sus adscripciones.
Desde hace unas décadas, las personas que habitan el planeta viven en una encrucijada difícil de salvar. Frente a la ficción de la homogeneidad nacional, el reto pasa por hundir las raíces en la tierra dentro de las fronteras de la nación y mantener la posibilidad más abierta y generosa de la ciudadanía cosmopolita. La unidad de la humanidad no postula un fundamento homogéneo y unívoco, sino la complejidad en la diversidad de las culturas, las lenguas, las religiones y las identidades sexogenéricas. En contra de un modelo de ordenación del sexo y el género, que es estándar, binario, heteronormativo y patriarcal, se ha de asumir la fluidez y la flexibilidad de un contínuum de identidades y el desplazamiento hacia la diversidad familiar.