Dos obras maestras de uno de los dramaturgos más grandes de la literatura universal.
Molière, el mejor comediógrafo francés de todos los tiempos, llevó a escena la crítica de su sociedad en un momento en que Luis XIV pretendía hacer de su corte un espacio de civilidad; el cambio que quería imprimir a su reinado tuvo en el dramaturgo un agente que reprobaba por primera vez desde el escenario costumbres como el poder omnímodo de los padres sobre los hijos, la falta de libertad de las mujeres a la hora de elegir marido o la hipocresía tanto religiosa (El Tartufo) como social (Don Juan).
Las preciosas ridículas le ganó el favor de Luis XIV; el rey vio en el comediógrafo una posibilidad para difundir desde el escenario nuevos comportamientos sociales que ayudaran al cambio que pretendía. La comedia ridiculiza el movimiento de las «preciosas», que trataban de imponer en los ambientes aristocráticos un lenguaje tan exquisito como pedante, rayano a veces en lo ridículo. El éxito fue tan inmediato y rotundo que hizo de Molière en ese momento un «colaborador» de las intenciones reales.
Con Los enredos de Scapín el dramaturgo volvía, tras El Tartufo, Don Juan y El misántropo, a la comedia-farsa, con un criado enredador que heredaba la comicidad de la commedia dell’arte. Sus intrigas logran cumplir los deseos de sus «protegidos», dos jóvenes enamorados que solo quieren salvar su amor, burlando los intereses matrimoniales de los padres.